La radiactividad es un fenómeno inicialmente natural, según el cual determinados cuerpos emiten energía de varias formas posibles. Desde su descubrimiento por Becquerel ha despertado el interés del hombre y el desarrollo de la investigación durante el siglo XX con diversos fines llegó a un gran conocimiento de ésta, de los isótopos radiactivos existentes y de cómo medirla. En realidad, existe una gran cantidad de radioisótopos naturales, aunque considerando la abundancia, la mayoría están asociados al uranio (U) y al torio (Th). Estos radioisótopos y unos pocos más son los responsables de la mayor parte de lo que denominamos radiación natural, y en particular de la que se conoce como radiación gamma terrestre. Dado que diversos radionúclidos están presentes en minerales y rocas, estamos constantemente expuestos a ellos, debido a su presencia en el subsuelo o bien al empleo de materiales pétreos como materia prima en la construcción, lo que nos expone todavía más a la radiación ionizante.

El radón, es uno de estos radioisótopos naturales. Aunque en los últimos años ha ganado notoriedad por su presencia en la naturaleza e incluso en viviendas y sus efectos nocivos para la salud, el radón es un elemento con varios isótopos. El más abundante de ellos (222Rn) es un radioisótopo hijo del 238U, por lo que está inherentemente ligado a la concentración de éste en el subsuelo y materiales geológicos. Su producción es constante y puede acumularse en ciertas zonas de edificios debido a que su naturaleza gaseosa le permite ser liberado de rocas y minerales y migrar a la superficie. Se han constatado los efectos nocivos del Rn, o al menos algunos de ellos. En particular, es especialmente peligroso en las vías respiratorias por donde llega a los pulmones y puede desintegrarse, siendo un potencial causante de cáncer de pulmón. Sin embargo, medir su concentración es realmente complejo, como lo son por ello los estudios epidemiológicos.